Olivetianos en Acción

AQUEL 25 DE JULIO DE 1992

 

Los Juegos Olímpicos de 1992 posicionaron  a Barcelona en el mapa del mundo con toda justicia y de manera definitiva. No exagero. Recuerdo que, durante mi estancia en Estados Unidos, concretamente en Cambridge (Boston, Massachussets) en el año 1970, pocos de aquellos con quienes conviví durante meses – directivos de empresa y estudiantes de postgrado de varias decenas de países - eran capaces de ubicarla correctamente. Me movía en ambiente universitario, pero ni aún así. Hace de ello cuarenta años. Estoy seguro de que esto hoy ya no ocurriría. ¿Qué no os lo creéis? Pedid a algunos de los jóvenes universitarios que conocéis que os sitúen en el mapa (basta que digan a qué país pertenecen) a ciudades tales como Lagos, Taipéi, Ho Chi Minh, Surat, Monterrey, Asunción, Riyad, Mannheim, Esmirna… u otras a vuestra elección. Muchas de las citadas superan con mucho en población a la capital catalana.

Inicio con  esta reflexión como muestra de la importancia estratégica que tuvo para la Ciudad  Condal su designación como la sede de los Juegos de la XXV Olimpiada. Un barcelonés, Juan Antonio Samaranch, le hizo un regalo a la ciudad cuyo valor es muy difícil por no decir imposible que alguien pueda igualar. Hace poco que ha fallecido y ha quedado impagada la deuda contraída con él por Barcelona. Los políticos del consistorio barcelonés, o quizá los de instancias superiores,  prefirieron dar el nombre del estadio olímpico a uno de los suyos en vez de otorgárselo a quien tenía más títulos que nadie para que fuera el mejor testimonio de gratitud hacia él de su ciudad, de Cataluña y de España.

Recuerdo muy bien aquel  17 de octubre de 1986. Como  tantos barceloneses, muchos de los que estábamos trabajando en el edificio de Ronda Universidad nos vimos  sorprendidos por aquel estallido de júbilo que se produjo, en torno al mediodía, en la vecina plaza de Catalunya. Juan Antonio Samaranch acababa de anunciar en Lausanne que, en su 91ª reunión, el Comité Olímpico Internacional había confiado la organización de los Juegos, a celebrar seis años más tarde …”à la ville de Barcelona”. Le acababa de hacer el mejor regalo posible a su ciudad natal. Nuestra candidatura había superado a las de París, Brisbane, Belgrado, Amsterdam y Birmingham. Un buen número de  barceloneses se había concentrado en el corazón de la ciudad esperando anhelantes la designación de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos de 1992. Yo,  seguramente como tantos otros, absorto en el trabajo, ni me había enterado de lo que se dilucidaba aquel día.

Cuando llegó la buena nueva, muchos  pensamos como dijo el clásico: “largo me lo fiáis”, pero aquellos seis años, como los dieciocho que les han  seguido, pasaron muy deprisa. En ese tiempo, Barcelona experimentó una enorme transformación urbanística. Muchos de sus ciudadanos llegaron a darse cuenta de que tenía mar y playas. En el otoño de 1989, se inauguró la remodelación profunda del Estadio Olímpico. Construido para la Exposición Internacional de 1929, había de ser sede de las competiciones atléticas de  la Olimpiada Popular de 1936, abortada por el inicio de nuestra guerra (siempre me resisto a llamarla “civil”). Me parece recordar que, en 1952, se celebró en él un gran acto religioso con motivo del Congreso Eucarístico Internacional. En 1955, precariamente maquillado, fue escenario de las ceremonias de apertura y clausura  y de las  pruebas de atletismo de los Juegos del Mediterráneo y, en 1957, fue sede de la final de la Copa de España de fútbol, que disputaron los dos grandes equipos de la ciudad. Luego entró en el que parecía un imparable proceso de ruina, del que un adecuado trabajo lo rescató en sólo tres años. Los que van de 1986 a 1989.

Quien esto escribe recuerda que en los años 40 y 50 aún se mantuvo en ese escenario alguna actividad deportiva menor, como fueron algunos partidos de rugby, de béisbol y los juegos escolares de atletismo. Permitidme que, en un inciso, rinda tributo a la nostalgia una vez más. He rescatado del olvido esta casi irreconocible imagen de una sesión de entrenamiento de “atletas” escolares en la deteriorada pista (ya casi no merecía esa denominación) del estadio de Montjuïc para esas pruebas en la que el escribidor,  ya en su etapa final de estudiante de  bachillerato, ocupa la segunda posición en el reducido pelotón. Lo encabeza Joaquín de Llanes,  el hermano menor de nuestro compañero Juan Luis, uno de los directores que tuvo la sucursal de Sabadell.  La foto es de la primavera de aquel lejanísimo 1952.

Pero volvamos a lo que nos ocupa. Con más de un año de antelación, nos enteramos por los medios de comunicación de que las entradas para los Juegos del 92 iban a ponerse a la venta de inmediato. En el caso de que la demanda superara los aforos, las entradas se adjudicarían por riguroso sorteo. No me lo creí, pero el 14 de junio de 1991 formulé mi pedido de entradas para varios eventos en una sucursal del hoy desaparecido Banesto. En el último momento incluí la petición de dos entradas para la ceremonia inaugural. Lo hice sin convencimiento alguno. Pagué por anticipado el importe total de las mismas seguro de que recuperaría por lo menos una buena parte de lo pagado por unas  entradas que nunca me llegarían. Para mi sorpresa, el 2 de setiembre, recibí una notificación del COOB en la que me confirmaban la adjudicación de esas localidades y otras varias y, en cambio, me denegaban otras dos para una de las  sesiones de gimnasia femenina en el Palau Sant Jordi.

Cuando faltaban pocas semanas para el inicio de los Juegos, en Barcelona empezamos a vivir en un ambiente emocional siempre in crescendo difícil de explicar a quienes no lo experimentaron entonces. Se celebró  gran cantidad de eventos culturales, festivos y deportivos y un clima inusitado de optimismo y euforia colectiva se apoderó de los barceloneses, orgullosos de su ciudad y de poder mostrarla, no sólo a los visitantes para la ocasión, sino al mundo entero. Representantes de los más prestigiosos medios de comunicación – prensa, radio y, sobre todo, televisión – de casi todos los países llevaron el nombre, las imágenes y los activos turísticos de Barcelona y su entorno hasta los más recónditos lugares del planeta.

Toda esta frenética actividad informativa fue el equivalente entonces de la mayor y más costosa campaña de publicidad realizada hasta la fecha. Un fantástico retorno  imposible de calcular (y que aún perdura) de las inversiones realizadas para tan importante evento. Fueron aquellos días jornadas de pax augusta. Nunca como entonces Barcelona hizo gala de su condición cervantina de Archivo de la Cortesía. Los barceloneses se desvivieron para que los visitantes vinieran de donde vinieran se sintieran aquí como en su casa.  La semana anterior al 25 de julio toda la ciudad se convirtió en un espectáculo inusitado para propios y extraños. Ciudadanos de muy diversos  países dieron un nunca visto ambiente cosmopolita a las principales calles de la ciudad, engalanada con banderolas con los cinco aros y  profusión de  banderas españolas, catalanas y barcelonesas. Una vecina mía colgó de su balcón, orgullosa, la bandera de Letonia, su país de origen. Seguramente otros extranjeros residentes aquí hicieron lo mismo. La figura de Cobi, la mascota de los Juegos creada por Mariscal, estaba omnipresente. Aparece en este escrito, a título de muestra,  una foto de un lugar emblemático de Barcelona durante muchos años: el café Zurich – en la confluencia de la calle Pelai y la plaza de Catalunya – derribado poco después para ser reemplazado por una sucursal del FNAC.

 La actividad de decenas de miles de voluntarios se hacía día a día más evidente. El llamado Anillo Olímpico, los monumentos gaudinianos, los museos de Picasso y de Miró, así como la tradicionales Ramblas y, al atardecer, el espectáculo de agua, luz y música que ofrecían las refrescantes fuentes de Montjuïc  fueron los lugares más concurridos por barceloneses y visitantes. Por cierto, ¿os acordáis de aquella moda, tan adictiva como efímera, del coleccionismo de insignias o “pines”, como se vino en denominarlas?

En  los muelles de Barcelona atracó una importante flota de cruceros turísticos utilizados, quizá por primera vez en nuestra ciudad, como hoteles flotantes, ya que, muchos meses antes,  la oferta de plazas hoteleras convencionales estaba saturada ante una demanda muy superior, no sólo en la ciudad, sino en muchos kilómetros a la redonda, en  especial en las localidades costeras.   

Mi familia y yo no fuimos ajenos a este ambiente singular. Por las tardes nos íbamos a pasear una y otra vez por  los lugares más emblemáticos de la ciudad y a visitar  el recinto olímpico. Así formábamos parte de  aquel irrepetible y abigarrado “melting pot” de personas pertenecientes a las más diversas nacionalidades, lenguas y razas.

Por fin, llegó aquel anhelado 25 de julio. Amaneció un día glorioso, como diría un británico, un día bendecido por los dioses del Olimpo con un sol radiante y una temperatura soportable. Creo que así fue durante los quince días que duraron los Juegos.

El inicio de la  ceremonia de inauguración estaba fijado para las 20 horas. A eso de las cinco de la tarde, Dolors, mi mujer, y yo emprendimos el camino hacia Montjuïc con tiempo más que suficiente. Queríamos saborear aquellas horas previas al inicio de la fiesta. Subimos al Estadio a pie, desde la plaza de España. A pesar de que se había dispuesto de un  servicio gratuito de autobuses lanzadera, preferimos utilizar  la larga serie de escaleras mecánicas que el ayuntamiento había construido como acceso permanente al Anillo Olímpico. Aquello demostró ser una magnífica idea. Todavía hoy se usan profusamente. Lo que parecía un río de gente se dirigía hacia el estadio de la misma manera.

Los independentistas aprovecharon aquella excelente ocasión para proclamar su causa, aparentemente con muy poco éxito.

No puedo afirmar con seguridad que, aunque teníamos identificadas nuestras localidades desde el momento en que llegaron a nuestro poder, sabíamos cuál sería nuestra ubicación en el recinto. Creo que desconocíamos si estaríamos en una zona baja o alta, si centrados o muy ladeados, si nos molestaría el sol, si estaríamos a contraluz…Pero el extraordinario acontecimiento, al que íbamos a asistir una única vez en nuestra vida,  bien merecía un buen reportaje fotográfico. Hacía diez años que había sustituido mi fiel y vieja Kodak Retina de 1955 por una espléndida cámara de Canon: la mítica A1, comprada en 1982. Ésta, a su vez, había cedido parte del protagonismo, a principios de los 90 a un nuevo modelo de Nikon, algo superior en prestaciones: la 801s. Metí a ambas en una mochila y me las llevé al estadio. La primera armada con un eficaz objetivo 35-105 y la segunda, con  un 70-200 no menos bueno, ambos de las respectivas marcas. A pesar de su calidad, los cuerpos de ambos equipos han quedado reducidos a la condición de reliquias y dentro de poco a piezas de museo por mor de la tecnología digital. Dado que la ceremonia iba a durar hasta bien entrada la noche, me llevé película Kodak de 400 ASA. Unos 15 rollos, aunque sólo utilicé unos diez. Mi mujer se preocupó de que no nos faltara el agua fresca y unos buenos bocadillos. Todo en la mochila que logró pasar sin mermas ni mayores problemas los severos controles de seguridad.

En cuanto ocupamos nuestras localidades hacia las siete de la tarde – una hora antes del inicio de la ceremonia inaugural – nos dimos cuenta de la suerte que habíamos tenido. No sólo por haber obtenido las entradas, sino también por lo bien situadas que estaban. El desiderátum hubiera sido que hubieran estado un poco más centradas. Antonio Florensa me contó pasado un tiempo que José Luis Solla le encargó que comprara unas localidades de tribuna para él y algunos clientes. Florensa realizó el milagro de obtenerlas. Pero como no existe la felicidad completa, se las dieron de la primera fila de la tribuna principal. Un pésimo lugar de observación con una pobre perspectiva, parecido al que tienen los entrenadores de un equipo de fútbol. Disfrutaron muy poco del espectáculo.

De lo que ocurrió allí a partir de las ocho, todo el mundo (nunca mejor dicho) tuvo cumplida y puntual noticia servida por una espléndida transmisión televisiva y las reseñas periodísticas. Por lo tanto, a los que habéis llegado hasta aquí os ahorro la pesadez de una pobre e innecesaria crónica escrita. Sin embargo, queda, si os apetece, el testimonio de unas imágenes captadas con más voluntad que acierto por este modesto aficionado a la fotografía  y elegidas de entre los casi tres centenares de ellas que me llevé de aquella tarde noche inolvidable.

José Manuel Aguirre

Barcelona, junio de 2010 

Carrusel de Fotos

P.S. Ya no me acordaba. En el carrusel de fotos encontraréis una relativa a la entrada en el Estadio de las banderas de España, Cataluña y Barcelona. Si os fijáis un  poco, percibiréis algo anómalo, ¿verdad que sí?

 

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