Recuerdos de un Olivetiano desmemoriado
- GIOVANNI A. BOCCA, MI MAESTRO Y AMIGO -
Aquel 9 de enero, en el desayuno, saboreé por primera vez en mi vida un capuccino. Caliente y cremoso, era un buen remedio para combatir el frío del invierno milanés y el mejor estimulante para iniciar la jornada laboral. Compré Il Corriere della Sera en el quiosco de la esquina. Durante un mes alternaría diariamente su lectura con la de La Stampa, de Turín, o Il Giorno, de Roma. Serían una buena ayuda para mi aprendizaje del italiano.
A las 8:30 estaba en la quinta planta de un sobrio y elegante edificio del número 5 de via Clerici, una calle estrecha y muy tranquila en el centro de la ciudad y a dos pasos del hotel. Pregunté por la Direzione Studi Economici e Programmazione. Debía presentarme a su director, el dott. Franco Momigliano. Me di a conocer a su secretaria. Me introdujo enseguida en el despacho de su jefe. Yo estaba algo nervioso y preocupado, no sólo por el idioma – ya había tomado conciencia clara de mis limitaciones -, sino por desconocer la naturaleza del trabajo a realizar y porque no sabía con qué actitud me iban a recibir y a tratar durante todo un mes. Es mucho tiempo para aguantar a un intruso y practicar aquella obra de misericordia de “enseñar al que no sabe” y al que posiblemente ni te entenderá porque no conoce tu lengua.
El dott. Momigliano me recibió con toda cordialidad. Nacido en Torino hacía 50 años, aparentaba más edad de la que tenía. Quiso saber enseguida cómo le iba a Berla. Por sus preguntas, colegí que eran buenos amigos. Su interés se centró después en España. Quería conocer cuál era el clima político y cómo estaba la situación social y económica del país. Yo no estaba preparado para hacerle una síntesis coherente y precisa de la situación y salí del paso como pude. En español, naturalmente. Enseguida pude darme cuenta de que el idioma no iba a ser una barrera insuperable. Él parecía entenderme y yo no tenía apenas dificultades para comprender lo esencial de la comunicación. Y ello a pesar de que Momigliano, aunque expresaba sus ideas con claridad meridiana, no tenía una dicción fácilmente inteligible. Sus erres eran muy guturales y además, cuando hablaba, mordisqueaba continuamente un lápiz. Debería destrozar un par de ellos cada día. Pronto me enteré - no porque él me lo dijera - de que era catedrático de sociología en la universidad de Ancona. Luego supe que había dirigido investigaciones sobre problemas de la economía industrial regional y sobre problemas sindicales. Había colaborado con los ministerios de Hacienda y de Industria. Había sido profesor de economía y política industrial en la Facultad de Ciencias Políticas en la Universidad de Torino. Tenía varios libros publicados, entre ellos Sindicatos, progreso técnico y planificación económica, traducido a varios idiomas, incluido el español. En mi biblioteca tengo un ejemplar dedicado de su último libro entonces, titulado Economia industriale e teoria dell’impresa. En esta obra, Momigliano trata numerosas cuestiones, vinculadas a los principales problemas a los que se enfrentaban las economías industriales “maduras” del mundo capitalista moderno. El arco de los argumentos que contempla es muy amplio: desde el análisis de las estructuras industriales y de sus factores de cambio hasta el estudio de los comportamientos y de los procesos de toma de decisiones de las empresas, en particular, de las grandes empresas.
Alguien me contó que, durante la guerra, había estado cautivo algún tiempo en un campo de concentración nazi. En uno de sus brazos tenía tatuado su número de identificación. También su esposa. En ella tuve ocasión de comprobarlo, porque cuando la conocí, un verano en el que vinieron a Barcelona con un grupo de amigos, ella no tenía problema alguno en mostrar sus brazos al descubierto con sus vestidos de manga corta.
Momigliano me dijo que me considerara como uno más de su departamento, que no había diseñado un programa específico para mí, pero que sus colaboradores me pondrían al corriente de todo, que entendía que mi visita era la primera fase de un proceso de colaboración con las consociadas extranjeras y que estaba seguro de que, ante de mi regreso, habría aprendido un mucchio di nuove cose. Luego me presentó al dott. Bocca, directo colaborador suyo, que era quien iba a erigirse en tutor y maestro mío en un proceso de aprendizaje cuyo primer mes era la fase inicial de una colaboración muy especial que iba a durar muchos años.
Antes de seguir, debo aclarar que el edificio de Via Clerici era la sede de la Direzione Commerciale Italia, no la sede central de la Ing. C. Olivetti S.p.A., que así rezaba la denominación mercantil de la empresa. Los headquarters, como todo sabéis, radicaban en Ivrea, pequeña ciudad piamontesa, a unos 40 kms de Turín, regada por el río Dora Baltea, que nace en las estribaciones italianas del Montblanc. En esa localidad, centro principal de la comarca del Canavese, Camilo Olivetti había instalado su primera fábrica hacía entonces 58 años. Por razón de su cargo, Momigliano era uno de los pocos directivos que tenían despacho en Milán y en Ivrea.
El dott. Giovanni Angelo Bocca, genovés, de 34 años, era economista y profesor de econometría en la prestigiosa universidad Bocconi de Milán. Escribo esta reseña con una profunda tristeza y enorme preocupación. En estos días, el que iba a ser y fue mi maestro y amigo durante muchos años está librando una muy dura y difícil batalla contra la enfermedad. Al recordar ahora cuánto me enseñó y cómo me lo enseñó, para explicarlo y hablar de él quisiera encontrar las palabras justas para no incurrir en desmesura porque mi gratitud y mi afecto hacia él son enormes.
Para definir en pocas palabras cuál era su misión, diré que Bocca tenía a su cargo la asistencia al director comercial de Italia en las cuestiones relativas a la programación comercial, a la investigación de mercado y al seguimiento de la coyuntura económica, limitadas al ámbito italiano. Por su parte, los colaboradores que Momigliano tenía en su oficina de Ivrea analizaban la coyuntura económica y la situación de los mercados en el resto del mundo.
Desde el primer día, gracias a su total generosidad, mi relación con Bocca se desarrolló en un ambiente de absoluta franqueza y con un espíritu de colaboración y camaradería que iba a fraguar muy pronto en una gran amistad que había de durar toda la vida. En él descubrí enseguida a una persona de una absoluta honestidad ética e intelectual, elegante, dotado de un fino sentido del humor y con un gran bagaje profesional y cultural. Casado y padre de dos hijas, amante de su familia por encima de todo. Entendió muy bien desde el primer momento qué objetivos perseguía Berla con esta estancia mía en Italia y orientó mi formación y nuestro trabajo conjunto hacia la consecución de tales fines. Era evidente que él era el maestro y yo el alumno, pero él no quería que lo pareciera. Es lo único que no logró. Todo lo mucho que me enseñó estaba orientado a que alguien en España pudiera desempeñar, salvadas todas las distancias (esto nunca lo dijo él), las mismas funciones que él desempeñaba en Italia.
También desde el primer momento tuvo claro que había que eliminar lo antes posible el obstáculo vehicular del idioma. A tal fin, me estimulaba para que empleara siempre mi pobre italiano en aquella fase inicial. Ante las frecuentes dudas y titubeos en mi exposición, me sugería el vocablo o la estructura verbal necesarios en cada momento. Me corregía una y otra vez y yo no podía más que agradecérselo. Era una inmersión lingüística en toda regla. Uno de los primeros días de trabajo, me regalo un Dizionario Italiano, de la Garzanti, que conservo como un tesoro. Luego, llegaron otros libros, como Il Medioevo prossimo venturo y Manuale per una improbabile salvezza, del escritor Roberto Vacca. Seguramente mi maestro eligió estos títulos no por casualidad, sino porque coincidía entonces con el autor en una visión algo pesimista de nuestro mundo futuro. Por lo que se refiere al objeto específico de mi formación, en lugar de tratar a priori magistralmente los temas que consideraba que yo debía aprender, me daba cada mañana un conjunto de textos, casi siempre estudios hechos por él precedidos sólo por un breve comentario oral a modo de introducción. Yo debía leerlos, analizarlos, tomar apuntes y, luego, al final de la jornada, él me dedicaba el tiempo necesario para comentarlos y para darme las aclaraciones y explicaciones complementarias que fueran precisas. Como los argumentos que tratábamos tenían todos contenido técnico de carácter matemático o econométrico, por ahora os los ahorro. Algunos eran de una gran originalidad, lejos de las fórmulas de los manuales al uso, y alcanzaron gran audiencia cuando publicó en su país los trabajos en donde resumía sus investigaciones. Muchas veces he pensado cuánto me hubieran envidiado sus alumnos universitarios si hubieran sabido que una persona tan especial era mi profesor particular y mi amigo.
Dotado de una inteligencia especulativa muy por encima de lo normal, era una persona de una curiosidad insaciable. Se interesaba por conocer el origen y la razón de cualquier cosa. Aunque dotado de una actitud eminentemente práctica, su mente estaba a menudo ocupada en especulaciones de carácter teórico. Especialmente en las cuestiones profesionales nunca se conformaba con las viejas fórmulas. Pensaba siempre que había una manera mejor de hacer las cosas. Aunque con él, no todo era trabajo. A menudo encontraba tiempo para que intercambiáramos nuestros puntos de vista en los más variadas cuestiones. Apreciaba sobremanera la buena música. Se dio cuenta pronto de que el tema no entraba entonces en el catálogo de mis aficiones. Con tacto y tesón se propuso corregirme también esta carencia cultural. Empezó a hablarme de determinadas obras y compositores e incluso me regaló algunos discos. Recuerdo ahora, después de tantos años y a título de ejemplo, con cuanta pasión hablaba del concierto número 5 del Estro Armonico, de Vivaldi (me decía que era la matemática hecha música); del concierto para dos violines, para eco lontano, del mismo autor y, sobre todo, del concierto para violín y orquesta, de Brahms. Yo le regalé discos de música española: Albéniz, Falla y Rodrigo, principalmente. Sobre este último me dijo que su famoso Concierto de Aranjuez le recordaba vagamente algunas composiciones del italiano Otorino Respighi.
Pero no se limitó a la música clásica. Entre otros, me regaló un disco que contenía una serie de canciones protesta interpretadas por Ornella Vanoni. Algunas procedentes de la chanson, pero las más con letra de Ugo Strehler, el malogrado director del Piccolo Teatro milanés y música de varios autores. Es uno de mis long plays preferidos. Transferido a CD por Luis Vich, no me canso de oírlo y disfrutarlo una y otra vez. También me regaló un 45 rpm de Enzo Janacchi: Ho visto un re. Una demoledora crítica arropada por las notas de una divertida canción.
Algunas tardes, al salir del trabajo, tomábamos un amaro y luego dábamos una vuelta. Se complacía en mostrarme aquellos rincones de la ciudad que, a pesar de su belleza, pocos milaneses apreciaban. Yo atendía encantado a su erudita charla.
Cuando me faltaba poco para regresar a casa, llegó Agustín Ceballos. Coincidimos unos días en Milán. El objetivo de su stage era conocer la estructura y funcionamiento de la organización comercial italiana, manteniendo una serie de entrevistas en la capital lombarda con los directivos más importantes de la misma. Luego debía viajar a Ivrea para relacionarse con los gestores de los recursos humanos, en sus máximos niveles. ¡Qué lástima que él ya no esté con nosotros para que, entre otras cosas, pudiera rememorar la impresión que le causó la calidad personal de algunos de los directivos que conoció! Alguno de los Jefes de Área había sido un aguerrido partisano en lucha contra los nazis. Recuerdo que citaba a menudo los nombres de Bianco y Gambrosier. Me contaba sorprendido que el responsable máximo de la gestión de personal era el conocido literato Paolo. Volponi, miembro del partido comunista italiano.
Conocimos entonces a estos y a otros muchos directivos como ellos. Eran la personalización y el exponente claro de la vocación y constante empeño de Adriano Olivetti por convertir a la empresa en un paradigma mundial de la integración del humanismo y la técnica. De lograr la simbiosis entre cultura e industria. Somos muchos los que creemos que, posiblemente, no habrá habido otra empresa igual. De ahí nuestro orgullo y la conciencia de que ha sido un afortunado privilegio haber formado parte de un grupo humano y de un proyecto empresarial sin parangón posible.
José Manuel Aguirre
Puigcerdà, agosto de 2008.
P.S. Cuando esta entrega está a punto de ser publicada, me llega la noticia, no menos triste por esperada, de la muerte de mi amigo Giovanni Bocca. Descanse en paz. Sirvan estos recuerdos como humilde pero sentido homenaje de uno de sus amigos y discípulos a tan excelente maestro y amigo. Como le oí decir recientemente a Juan Cruz, se acaba el tiempo para personas que nos hicieron la vida feliz, interesante y pletórica.
José Manuel Aguirre