Recuerdos de un Olivetiano desmemoriado
- OTROS RECUERDOS DE AQUEL PRIMER VIAJE -
Antes de ir a Italia, el dott. Vernetti me dijo que aprovechara cualquier fin de semana para conocer Venecia. La empresa me invitaba. Él había convertido en costumbre el hecho de que, cuando un empleado viajaba por primera vez a Italia, visitara la bella ciudad de los mil puentes y canales con los gastos pagados. Así que, un sábado a las 7:30 de la mañana, en un día particularmente frío, tomé un tren en la Stazione Centrale de Milán que, después de casi tres horas de viaje, me dejó en la estación de destino cerca del Gran Canal.
Venecia es una de esas ciudades que uno cree haber visto ya antes de visitarla por primera vez. Repetidas sus imágenes hasta la saciedad en postales, guías turísticas y posters y utilizados sus lugares más populares como escenario de muchas películas, todo nos parece familiar. Inmortalizada en preciosas obras de arte, desde el realismo de crónica de Canaletto y Guardi hasta las increíbles vedute – retratando allí descaradamente al sol de frente por primera vez -, realizadas por el inglés Turner, todos sus lugares más famosos se nos presentan con la etiqueta del dejà vu. Sin embargo, en mi caso, no fue así. Me esperaba una ciudad insólita que no tenía nada que ver con la Venecia de postal. Cuando yo llegué, el tiempo amenazaba nieve. Las calle – que así se llaman en dialecto veneciano - estaban solitarias. Sólo un aire gélido las transitaba. El tráfico por los canales era muy escaso. Los turistas, inexistentes. Ni sol, ni gentío, ni bullicio. Nada de eso. Toda la ciudad parecía una enorme pintura surgida de una de las mágicas paletas picassianas, aquella de los mil grises. Frío intenso y niebla espesa. Para completar el cuadro, al salir del hotel me encontré con el singular fenómeno del acqua alta. La piazza San Marco estaba cubierta por casi dos palmos de agua. Ingenuamente creí que la inundación se había producido como consecuencia de las lluvias de días anteriores. Al regresar al hotel al cabo de unas horas, el agua había desaparecido. Creía estar soñando. ¿Había visto lo que creía que había visto? Con mi pobre italiano, no me atrevía a preguntar. No sé cómo, alguien en el hotel me sacó de mi perplejidad al explicarme las causas de la crecida del agua del Gran Canal. Aquel día anduve errático por la ciudad, disfrutando de tanta belleza. Por la noche me fui al cine.
A la mañana siguiente, las condiciones meteorológicas apenas habían cambiado. El acqua alta hizo de nuevo su aparición pero por breves horas. En el plomizo cielo seguía latente la amenaza de la nieve. Esperando en vano que mejorara el tiempo, hacia las once me embarqué en un vaporetto, en un viaje de circunvalación del perímetro de la ciudad. La atmósfera, el paisaje, las glaucas aguas de los canales, las lejanas sirenas de los barcos, todo destilaba una profunda tristeza. Yo no conocía entonces la célebre obra de Thomas Mann ni había escuchado nunca el maravilloso adagietto o movimiento langsam, el cuarto de la quinta sinfonía de Mahler. Pero años después, recordando mi estado de ánimo de aquella mañana, he pensado que Visconti no pudo haber elegido mejor fragmento para ilustrar musicalmente su versión cinematográfica de la famosa novela del escritor alemán.
Tan pronto como el barquito me devolvió al punto de partida, me dirigí al hotel sin detenerme, recogí mi escaso equipaje, pagué la cuenta y me marché a la estación. Tenía previsto regresar a Milán hacia las seis de la tarde. Sin embargo, la insoportable melancolía que se apoderó de mí hizo que, a esa hora, yo ya estuviera descansando en el hotel de la piazza Scala. Fue una sensación muy intensa, que no acierto a describir ni me avergüenza confesar.
Había llevado conmigo a Venecia mi cámara fotográfica. Las fotos que ilustran esta entrega, en cierto modo, dan fe de lo que digo. Se aprecia en alguna el fenómeno del acqua alta. Creo que la foto del hombre que retrata a la mujer es una de las mejores que he hecho en mi larga vida de aficionado, por lo desangelado del escenario. Por desgracia, nunca más volví a incluir en mi equipaje la máquina de fotos. Ahora lamento mucho no haberlo hecho. Hubiera podido tener magníficos recuerdos de compañeros y amigos en los más diversos escenarios y ocasiones. Pero no los tengo ¡Qué le vamos a hacer. Ya no tiene remedio!
Antes de salir de Barcelona, Matilde Benarroyo, la secretaria del dott. Peyretti, me puso al corriente de algunos particulares de la rica y variada cocina italiana para que, huyendo de la pasta y los risotti – exquisitos la una y los otros - pudiera variar mi dieta durante aquel mes en Italia. Recuerdo aquella reconfortante zuppa pavese, la bresaola della Valtellina, desconocida aquí entonces, y el sorprendente vitello tonnato. Mucho más importante aún, también me dio el nombre y el número de teléfono de una persona a la que recurrir en caso de necesidad. A los pocos días de mi llegada a Milán, esa persona me llamó por teléfono. Quedamos en vernos. Cuando nos encontramos enseguida congeniamos. Se generó entre nosotros una mutua simpatía que pronto se transformaría en una amistad que había de durar hasta que el buenísimo de Osvaldo Blum murió al cabo de pocos años. Una vez más se cumplía aquello de que los mejores son los primeros que se van. Aunque ninguno de los dos me lo dijo, me pareció evidente que Matilde y Osvaldo eran algo más que buenos amigos. Efectivamente, al cabo de poco tiempo se casaron y ella se trasladó a vivir a Milán. A partir de entonces fue para mí una gratísima oportunidad la visitarlos en su casa alguna de las noches de mi estancia en la ciudad. Matilde me abrumaba con una deliciosa cena y Osvaldo, con su inapreciable amistad.
Antes de que todo esto ocurriera, Osvaldo me llevó de excursión un domingo a Lugano. Fue la primera vez que pisé tierra suiza. Fue una experiencia muy interesante y me sorprendió la inflexibilidad y la dureza de las aduanas en los dos países.
Hace mucho tiempo que no veo a Matilde. Espero que el Centenario sea una buena oportunidad para reencontrar a esta mujer sensible, culta y cariñosa a la que mi familia y yo nunca hemos olvidado. Sigue en primera fila en la iconografía de nuestros afectos.
A primeros de febrero llegó Ceballos a Milán. Yo debía regresar a Barcelona. Como Ceballos tenía programado visitar en Roma la sucursal equivalente a nuestra SEO de Madrid, no le costó nada convencerme para que le acompañara. Salimos un viernes por la noche en tren camino de la capital del Lazio. El sábado por la mañana recorrimos algunos de los lugares más famosos de la ciudad como unos turistas más. Por la tarde, después de visitar los foros y el coliseo nos encontramos con Juan Arias. Puede que a algunos este nombre os suene. No os equivocáis. Juan Arias fue corresponsal en Roma del periódico El País durante muchos años. Pero entonces era simplemente un joven sacerdote al que su congregación había destinado en la Ciudad Eterna para que ampliara sus estudios. Luego se secularizó y se dedicó al periodismo. Creo que ahora vive en el Brasil con su familia. Yo le conocía desde hacía algunos años porque habíamos coincidido como profesores en el colegio donde estudié y luego acabé dando clase.
La tarde de aquel sábado pasó volando. No recuerdo los detalles de la conversación con mi amigo el sacerdote, pero no se me ha olvidado que fue muy interesante porque nos contó bastantes historias y anécdotas vaticanas de esas que no se publican en la prensa.
A la mañana siguiente, Ceballos y yo fuimos a visitar el Vaticano y asistimos como curiosos espectadores a la aparición del recientemente nombrado papa Pablo VI en la ventana de sus habitaciones para el rezo del Angelus al mediodía.
Por la tarde, un avión de Iberia me devolvió a Barcelona. Momigliano no se había equivocado. Yo llevaba conmigo el mucchio de nuove cose que había aprendido, pero mi mejor botín lo constituían las nuevas amistades que había hecho en un país que se quedó conmigo para siempre, desde ese afortunado viaje.
José Manuel Aguirre
Puigcerdà, agosto de 2008