Recuerdos de un Olivetiano desmemoriado (23)
- MISCELÁNEA DE RECUERDOS -
Muchos de los compañeros de entonces no podremos olvidar nunca la fecha del 4 de noviembre de 1966. Aquel día, los medios de comunicación nos transmitían noticias muy preocupantes acerca de las intensas y persistentes lluvias que caían sobre el centro de Italia, en particular sobre la hermosa región de la Toscana. Los servicios meteorológicos informaban de precipitaciones que alcanzaban los 500 mm. por metro cuadrado en la cabecera del Arno y de 190 mm., en el centro de Florencia. El río se había desbordado. Transportaba un caudal de 4.500 metros cúbicos de agua por segundo. Ésta alcanzaba una altura de 5 metros en la céntrica plaza de la Santa Croce y en el Ponte Vecchio.
Testimonio gráfico de la inundación
Algunos de mis amigos ya habían tenido la fortuna de conocer aquella ciudad sin par por haber asistido a algún curso de formación en el centro que Olivetti tenía instalado en la llamada Villa Natalia, ubicada en los aledaños de la misma. Las imágenes que nos llegaban vía televisión eran impresionantes. Las consecuencias de la inundación iban a ser muy dolorosas, no sólo en cuanto a pérdida de vidas humanas sino también por los estragos que iba a producir en la mayor acumulación de obras de arte en el mundo que se daba en tan poco espacio como es la ciudad-museo de Florencia.
Panorámica de Florencia.
Il Ponte Vecchio
Pero, además, nosotros teníamos un particular motivo de preocupación añadido: nuestro compañero Juan Arturo Lázaro estaba allí y, en las primeras horas, no sabíamos nada de él. Cuando por fin nos llegaron noticias tranquilizadoras, se disipó parte de nuestra angustia. El dott. Vernetti lo había mandado allí posiblemente para asistir a algún curso. Lázaro, que es persona más bien lacónica, nos contó a su regreso la tragedia en toda su magnitud y con todo lujo de detalles. El patrimonio artístico sufrió daños irreparables. Obras de arte irrepetibles se perdieron para siempre. Otras, como el maravilloso Cristo de Cimabue, quedaron seriamente dañadas. Italia afrontaba una gigantesca operación de recuperación y restauración. Olivetti, como muchas otras empresas italianas, aportó su contribución. Años más tarde, patrocinó la exhibición del famoso Cristo en algunas ciudades europeas, entre ellas Barcelona. El singular capolavoro lució de manera espléndida en la capilla de Santa Àgueda, en nuestro Barrio Gótico.
El Cristo de Cimabue (1270) de la Iglesia de Santa Croce quedó irreconocible por la inundación. Aunque se hizo un profundo trabajo de restauración, gran parte de la pintura del cuerpo y de la cara ha desaparecido como puede apreciarse en la foto de la derecha. La imagen de la izquierda corresponde a la situación anterior al desastre. |
Se comprenderá, además, que los catalanes fuéramos particularmente sensibles a esta tragedia, puesto que todos teníamos muy fresca en el recuerdo la tragedia ocurrida en la barcelonesa comarca de El Vallés en la noche del 25 de setiembre de 1962, cuando un fenómeno semejante se llevó para siempre cerca de mil vidas humanas, arrasó infinidad de viviendas y dejó en la pobreza más absoluta a miles de familias. La tragedia concitó la solidaridad de todos los españoles.
Recortes de prensa local de la época.
Aquel año, viajé dos veces más a Italia. La segunda, poco antes de las navidades. Me acompañó mi mujer. Después de tres días de trabajo en Milán, nos trasladamos a Roma. Era nuestro primer viaje juntos al extranjero. Acabábamos de pasar por un difícil trance familiar. Era una escapada con visos de travesura. Yo no había pedido permiso al dott. Vernetti. Como habíamos salido el domingo, él esperaba mi presencia en el despacho para el jueves siguiente. Nosotros regresamos el domingo por la noche. Cuando el lunes me presenté en la Ronda, Vernetti me mandó llamar enseguida. Me pidió explicaciones por mi demora. Yo se las di. Le conté la verdad. Cuando yo esperaba una severa reprimenda por lo menos, él me dijo: Aguirre, ha hecho usted muy mal. Esas cosas me las tiene que decir antes de hacerlas. Me ha privado usted de hacer algo muy grato para mí. Me ha privado del placer de invitar a su esposa en este viaje. Lo voy a hacer igual, pero me hubiera gustado más haber tomado yo la iniciativa. En la nota de gastos incluya todos los que hayan tenido ustedes en el viaje. Salude a su esposa. Así era el dott. Vernetti. Tecleo estos recuerdos con un profundo sentimiento de afecto y gratitud hacia él. Me consta que otras personas en la empresa podrían narrar episodios semejantes.
Coliseo de Roma e inmediaciones.
En la reunión de directores de aquel otoño, el ing. Berla había anunciado que quería que, a principios de 1967, Vernetti hiciera una visita a todas las sucursales acompañado por Ceballos y por mí, para que conociéramos la organización comercial y a , su vez, las personas que la integraban nos conocieran a nosotros. Por supuesto que Ceballos no necesitaba presentación. Muchos ya lo habían visto y casi todos lo conocían, al menos de oídas. Yo era casi un absoluto desconocido.
El primer lunes de enero de 1967, después de Reyes, temprano por la mañana, el 1500 de la empresa cruzó el nuevo puente de Esplugas (el antiguo se lo llevó la riada), con dirección a Zaragoza. Allí se había inaugurado recientemente una nueva sucursal. Luis Vich era su primer director. Vernetti, Ceballos y yo componíamos el pasaje. El mayor de los hermanos Herranz, chóferes profesionales de la empresa, nos iba a conducir con seguridad y pericia por unas carreteras casi tercermundistas en algunos tramos del largo trayecto que teníamos por delante. Tres semanas de viaje. Una vez cruzado aquel puente, Vernetti se transfiguraba. Si siempre era una persona vital y habladora, a medida que nos alejábamos de Barcelona, se mostraba exultante y hacía gala de sus dotes de ameno conversador. Este tipo de viajes le encantaban. Algunos maliciosamente los tildaban de viajes pastorales. Durante las tres semanas sólo en dos ocasiones dormimos dos noches seguidas en el mismo hotel. Por ello nuestro equipaje tenía que ser algo voluminoso.
Luis Vich dirigiendo unas palabras a los asistentes en la inauguración de la nueva sucursal.
Las comidas en las sucursales eran auténticos banquetes. Las cenas, casi. Ni Ceballos que era muy frugal, sobre todo por la noche, ni yo estábamos preparados para semejante maratón gastronómica. Después de las etapas de Zaragoza, San Sebastián, Bilbao y Santander me puse malísimo. Ceballos miraba con envidia mi dieta de caldo vegetal y merluza hervida. Cuando me repuse, propusimos a Vernetti que las cenas las hiciéramos a base de verdura y un pescadito. Nos dijo que por su parte no tenía inconveniente, pero que…no podíamos desairar al director de sucursal de turno. Así que hubo que seguir aquel régimen de exquisitas cocinas regionales. La apoteosis final tuvo lugar en Murcia y luego en Valencia. En la capital huertana, Maggiora, el concesionario, le había preparado a Vernetti (porque lo hacía por él) una mariscada impresionante. En Valencia, Martinell nos obsequió con una paella deliciosa en Los Viveros. Cuando yo creía que, camino de Barcelona, ya se había terminado todo, los langostinos de Alcanar me sacaron de mi engaño. Cuando, por fin, al cabo de 21 días, cruzamos de vuelta el puente de Esplugas, el rostro de Vernetti se ensombreció y se refugió en un laconismo desconocido en él. En honor a la verdad hay que decir que la buena mesa era el único placer que se concedía y que, además, gustaba siempre de la buena compañía, casi siempre empleados de Olivetti o clientes. Debo reconocer que el buen yantar fue durante muchos años elemento distintivo en nuestra empresa, aunque tengo que denunciar también muchos excesos y abusos en este sentido que, finalmente, hubieron de ser reprimidos con el correspondiente sistema de control. Sin embargo, en el mundo comercial y en el Stac, el pretexto de obsequiar a un cliente era la llave, la excusa fácil, que abría las puertas de muchos restaurantes. Un tal Pernigotti podría escribir todo un tratado sobre eso.
No quiero olvidarme, aunque no tenga relación alguna con lo anterior, de la ceremonia que cada año se celebraba en la fábrica para homenajear a los empleados que cumplían los diez y los veinticinco años de permanencia en la empresa. A estos últimos se les premiaba con una gratificación económica y una máquina de escribir del modelo Studio 44. Me parece recordar que, en la ceremonia del 67, Berla creyó oportuno que la cerrara con un discurso don Joaquín Garrigues Díaz-Cañabate, catedrático de Derecho Mercantil, que había sido nombrado recientemente presidente de la sociedad. Recuerdo a todos los obreros concentrados en las dependencias exteriores de la fábrica, en las instalaciones deportivas y en los comedores. En su discurso, Garrigues nos dijo a todos que estaba encantado de estar allí… porque él también era un obrero. Un obrero del Derecho, claro está, pero un obrero. A este motivo de satisfacción se añadía otro de mayor importancia aún. Recordaba que su primera actuación profesional la había hecho en defensa de un obrero que (para decirlo suavemente) había agraviado a su novia, hija también de familia obrera. El silencio se podía cortar con un cuchillo. Creo que yo estaba junto a Ceballos y Arboleya. Nos parecía imposible oír lo que estábamos escuchando. A pesar del calor, unas gotas de sudor frío me bajaban por la espalda. Finalmente el discurso terminó. No pasó nada. Berla no volvió a invitar al presidente a presidir (como debiera haber sido una de sus funciones y valga aquí más que nunca la redundancia) acto alguno ante los empleados.
El Ingeniero Berla, con el señor Garrigues, Presidente del Consejo de Administración de Hispano Olivetti.
José Manuel Aguirre
Barcelona, 4 de setiembre de 2004.