EL FUEGO OLÍMPICO
En no pocas ocasiones, la posibilidad de conseguir una foto interesante, incluso de buena calidad, o de realizar un reportaje inusual no depende en absoluto de haberlo previsto y programado, sino casi exclusivamente del azar. Aquella manida frase de “el fotógrafo estaba allí”, que tantas veces se repetía en periódicos o revistas ilustradas para presentar una foto curiosa o insólita captada por un avispado reportero, ahora apenas se emplea porque no hay acontecimiento o suceso relevante o banal cuyas imágenes no queden recogidas en la memoria de una o varias cámaras fotográficas digitales o en la de más de un teléfono móvil y no pocas veces nos las encontramos en forma de video en el YouTube. Ahora más bien se podría decir “todos los que estaban allí eran fotógrafos” profesionales o aficionados, poco importa. Las pequeñas cámaras digitales, los móviles y los “ipod” han entrado de lleno en la categoría de adminículos, a modo de bagaje nuestro imprescindible (casi ortopédico) del que ya formaban parte las gafas y el reloj y sin el que ya no podemos salir a la calle.
Viene todo ello a cuento porque mi mujer y yo tuvimos la fortuna de asistir como espectadores privilegiados a la ceremonia del encendido de la llama olímpica que, desde Grecia, había de viajar hasta la localidad canadiense de Vancouver, en el distrito de British Columbia, para presidir simbólicamente desde un pebetero una nueva edición de los Juegos Olímpicos de Invierno que tendrán lugar del 12 al 28 de febrero de este año 2010. Y digo que fuimos espectadores privilegiados porque nos contamos entre los pocos centenares de personas que presenciamos esa breve ceremonia, una de las más hermosas y emotivas que integran la variada liturgia deportiva.
Cuando en la agencia de viajes concretamos el itinerario de un periplo por algunos de los lugares más significativos de la Grecia clásica continental, nadie nos advirtió de que podía ser problemática la visita al sitio arqueológico de Olimpia aquel jueves 22 de octubre del 2009 porque era la fecha reservada para ese acontecimiento. Era excusable que la agencia de Barcelona no lo supiera, pero lo era mucho menos que lo ignorara la gestora del tour en Grecia. Solamente cuando el miércoles 21 por la tarde divisábamos ya la silueta del monte Olimpo, la guía nos dio la mala noticia en el autocar. “Lamento informarles que mañana no será posible cumplir con el programa de visitas previsto. Acaban de decirme que, a causa de la ceremonia del encendido de la antorcha olímpica, el acceso al recinto y al museo estará reservado exclusivamente a las autoridades y a un número muy limitado de invitados. No obstante, antes de marcharnos a Delfos, nuestro siguiente destino, procuraremos acercarnos a un lugar desde donde tendrán Uds. ocasión de ver el estadio olímpico lo más cerca que nos autoricen y tomar alguna foto”. Era inútil protestar y, por más enfadados que estuviéramos, no lo hicimos. La situación parecía inevitable y los guías turísticos saben muy bien que las malas noticias hay que darlas, si es posible, con carácter de hechos consumados.
Así que la mañana temprano de aquel día 22, que se anunciaba frustrante, de muy mal humor cargamos nuestro equipaje en el autocar rumbo a nuestro precario observatorio. Tras cinco o diez minutos de trayecto ya habíamos llegado. Después de superar dos puestos de riguroso control policial, nos encontramos, por fin, al borde de una verja, a mitad de la ladera de una suave colina desde donde se divisaba, en efecto, el estadio. Eran las 9:15 de una bonita mañana. La temperatura no llegaría entonces a los 20 grados, no hacía viento y una ligera capa de nubes jugaba al escondite con el sol. La escena estaba iluminada por esa suave luz de plata - que por la tarde se transforma en oro - de las mañanas del otoño mediterráneo.
La guía intentaba disipar nuestro enfado esmerándose en darnos una larga y pormenorizada explicación acerca del lugar y, sobre todo, de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad.
Georgina (que así se llamaba aunque nos había dicho que la llamáramos Gogú) nos explicó que los más antiguos registros databan el inicio de los juegos en el año 776 a.C. Los convocaron Iphitos, rey de Pisa, y Licurgo, el legislador de Esparta. En ellos participaban atletas de los diversos pueblos griegos. Durante el mes en que se celebraban se decretaba una tregua absoluta entre ellos. Nos explicó que ya desde entonces tenían lugar cada cuatro años y que en los primeros juegos se competía solamente en una carrera de velocidad. La distancia a recorrer eran 192 metros y algunos centímetros. Por eso se llama estadio a la antigua medida de longitud que equivalía aproximadamente a esa distancia.
Nos dijo después que las pruebas - que se denominaban genéricamente agones – se fueron ampliando y eran de tres clases diferentes:
Agones atléticos: pruebas de velocidad, salto de longitud y lanzamientos del disco y de la jabalina;
Agones luctatorios: lucha, pugilato y pancracio, que era una mezcla de los otros dos;
Agones hípicos: carreras de carros y de caballos que se celebraban en el hipódromo de Olimpia, que tenía una longitud de unos 1.540 metros.
Luego, hacía el año 708 a.C. se introdujo la prueba del pentatlon.
Siguiendo con su alarde de erudición, Gogú nos explicó que los últimos juegos de la Antigüedad se celebraron en el año 393 d.C. Los Juegos alcanzaron su máximo esplendor en el siglo V a.C. Entonces participaron en ellos atletas llegados de las más lejanas colonias. El estadio, que ahora aparecía rodeado por un esplendido césped que descendía en suave pendiente hasta la pista, en aquellos tiempos estaba circundado por unas gradas de madera removibles que podían acoger hasta 20.000 espectadores, todos varones.
Mientras Gogú añadía algunas otras cosas, llegaron otros grupos de turistas. Después de las explicaciones de sus guías y de tomar algunas fotos casi todos se marcharon. Sólo dos o tres grupos se demoraron tanto como nosotros. Los componentes de uno de ellos se atrevieron a traspasar el límite de la verja y entrar de manera descarada e impune en el interior del recinto, caminando tranquilamente sobre un cuidado y mullido césped. Nadie se lo impidió. Poco después fueron llegando grupos de niños y adolescentes de tres o cuatro colegios y entraron también como Pedro por su casa. Alguien le dijo a Gogú que lo que nos explicaba era muy interesante, pero lo sería aún más si nos lo continuaba explicando dentro del recinto. Sin esperar su reacción nos dirigimos a la puerta y entramos sin que la pareja de guardias que la custodiaban nos pusiera el menor impedimento. Otro nuevo y simbólico muro había caído. El deporte no conoce barreras ni fronteras. Eran las 9:43 de la mañana.
Gogú estaba desconcertada. No entiendo muy bien por qué. Esas improvisaciones o contradicciones aparentemente inexplicables se dan en las mejores familias de los mejores pueblos mediterráneos. ¿O quizá no hubo tal improvisación y lo que se pretendía era tener controlado un número limitado de inofensivos comparsas que tenían que formar parte de la mise en scène para componer un telón de fondo popular que disimulara la evidente oligarquía de los selectos invitados? La guía sólo pudo decirnos que a partir de entonces el resto de la jornada se desarrollaría improvisando sobre la marcha y que, de momento, nos lo tomáramos con calma porque si queríamos ver la ceremonia olímpica tendríamos que esperar un buen rato, ya que ésta no empezaría hasta las 11.Todos estuvimos de acuerdo. No nos importó en absoluto tumbarnos en el césped, aligerarnos de ropa (el sol había vencido en su incruenta batalla con las nubes) y contemplar con curiosidad la llegada de los invitados, de las autoridades y de los componentes de una pintoresca banda militar.
La ceremonia empezó a las 11:07 hora local. Los invitados – no más de trescientos – estaban acomodados en unas veinte hileras de sillas. Los músicos atacaron los primeros compases del himno olímpico. A más de uno, yo entre ellos, se nos hizo un nudo en la garganta. Era emocionante escuchar cómo aquellos solemnes acordes quebraban majestuosamente el silencio reinante en aquel paraíso. En el lugar más emblemático de Olimpia y acompañada por la música subió hasta lo alto de un mástil la bandera de los cinco aros. Mi memoria me llevó de inmediato a aquel 25 de julio de 1992 cuando, a las ocho en punto de la tarde, sonó la música en el Estadio Olímpico de Montjuïc de Barcelona. También mi mujer y yo tuvimos la suerte de vivir como espectadores en el recinto aquella jornada inolvidable para los barceloneses y, supongo, para la inmensa mayoría de los españoles. Puede que de rememorar aquellas horas me ocupe algún día.
Tras los entusiastas aplausos de los varios centenares de asistentes, la banda interpretó los himnos de Canadá y Grecia, saludados también con aplausos. Sus respectivas banderas fueron izadas para ser la guardia de honor de la insignia olímpica Llegó luego la hora de los parlamentos. Habló primero un representante del C.O.I. Luego lo hizo la máxima autoridad del Comité Olímpico de Vancouver y los cerró el alcalde de Olimpia.
El presentador de la ceremonia anunció que se iba a proceder al encendido del fuego olímpico, acto que sólo pudo ser presenciado por un número de personas muy reducido. La operación se desarrolló en los restos de un pequeño altar próximo al estadio y al que se llegaba a través de un pequeño túnel del cual sólo quedaban en pie las piedras que componían el primer arco. El fuego se encendía concentrando los rayos solares sobre un material combustible contenido en un recipiente parecido a una pequeña y sencilla crátera mediante la utilización de un espejo cóncavo.
Mientras todo esto sucedía, siete jóvenes muchachas aparecieron ante nosotros desde detrás de una pequeña elevación del terreno. Vestían unas largas túnicas sin mangas, sencillas pero muy elegantes que parecían hechas de algodón. Todas llevaban el cabello recogido en un moño. Calzaban sandalias. Al compás de una dulce melodía interpretaron una hermosa danza cuya coreografía les permitía adoptar figuras diferentes a cada una para luego unirse en una imagen coral, todo ello muy hermoso. Alguien próximo a nosotros afirmó erróneamente que eran vestales. No sé cómo habría que denominarlas pero no así, ya que las vestales eran muchachas vírgenes romanas, que no griegas, dedicadas al cuidado del fuego sagrado.
Tras breves minutos se unieron a ellas otras diez jóvenes con vestimenta idéntica a la de las primeras. Por un momento se alinearon en lo alto de aquel saliente del terreno y pudimos apreciar que una de las que ocupaban la posición central llevaba entre sus manos la vasija que contenía el fuego recién alumbrado por el sol. Las diecisiete muchachas componían un conjunto de una gran belleza plástica.
Cesaron los bailes y todas en una nueva formación se dirigieron hacia la parte baja y el centro de aquel escenario. Allí, sobre una pequeña mesa de piedra reposaba una antorcha de diseño clásico. Por un momento pensé que era la antorcha olímpica. La portadora del fuego lo depositó junto a esa antorcha. Mientras esto sucedía habían aparecido por un lateral de la escena un niño portador de una rama de olivo y dos jovencitas con el cabello suelto, acompañados todos por otra joven semejante a las otras diecisiete.
Todos vestidos de la misma guisa, excepto el niño cuya túnica era un poco más corta. Me di cuenta de que en un discreto extremo de la primera fila se encontraba un extraño personaje vestido con un atuendo deportivo de color blanco, con guantes de lana rojos y tocado con un gorro del mismo color.
De detrás del pequeño desnivel del fondo surgió una última muchacha, a modo de suma sacerdotisa. Las demás la abrieron paso respetuosamente.
Ella se dirigió decidida a lo que parecía un pequeño altar. Permaneció unos breves instantes de pie delante del fuego, pronunció algunas brevísimas palabras, se inclinó luego hacia la piedra, tomó la antorcha y la acercó a la crátera para que el fuego prendiera en ella. Hecho esto, la mostró a los asistentes. Después, tomó la rama de olivo que le tendía el niño, avanzó unos pasos a su izquierda y allí se encontró con el extraño personaje que portaba también una antorcha, ésta diseñada ad hoc para los Juegos. Ella la encendió con el fuego de la suya y le entregó la rama de olivo.
Ambos elevaron las antorchas encendidas mostrándoselas al público, que prorrumpió en una clamorosa ovación. Eran las 12:01, hora local. Todos habíamos comprendido ya que aquel extraño personaje era el primer atleta que tenía el privilegio de ser portador de la llama olímpica. Sus guantes y su gorro rojos eran símbolos de los Juegos de Vancouver. Algunos de los componentes de la delegación canadiense los mostraban ya antes de la ceremonia con evidentes signos de alegría y orgullo.
La ceremonia llegaba a su final casi una hora después de su inicio. Eran las 12:04. Las muchachas se retiraron con un andar elegante por el mismo lugar desde el que habían aparecido y el atleta dio, a la carrera, los primeros pasos por el estadio a las 12:07. Era el primer relevo de una larga andadura que proseguiría por tierras canadienses. El 1 de noviembre empezó en Victoria, en la Columbia Británica, su largo recorrido por el país. El fuego llegó hasta allí en el interior de una lámpara de seguridad para conservarlo encendido durante el viaje en avión. El día 30 de octubre, ya en tierra canadiense, se encendió con él una nueva antorcha y a los campeones olímpicos canadienses Simon Whitfield y Catriona Le May Doan les cupo el honor de presentarla a los enfervorizados ciudadanos de Victoria.
Cuando todo hubo terminado, todavía tuvimos la oportunidad de hacernos algunas fotos en la línea de meta de aquel mítico estadio. Tanto ella como la línea de salida están marcadas todavía por un largo, estrecho y desgastado segmento de mármol blanco. Están separadas por los 192 metros ya mencionados.
Recorrimos después sin detenernos mucho parte del sitio arqueológico y, afortunadamente, aún tuvimos tiempo de admirar en el museo una de las joyas de la escultura clásica griega: el Hermes, máxima muestra del genio de Praxíteles. Y al día siguiente en Delfos, nos esperaba, incólume en el tiempo, la mirada serena del Auriga. Dos maravillas que por sí mismas justificaban el viaje. Pero eso es ya otra historia.
José Manuel Aguirre
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